Esta edición, en hardcover y cintillo separador, mantiene los caracteres originales de la primera edición madrileña de la Editorial Ulises (1931, España). Y se trata de la tercera edición que se publica en suelo patrio, motivada esta vez tras cumplirse 90 años de su aparición y el revuelo que causó en el público español de entonces.
Al salir del Banco doblamos la esquina, donde hay un restaurante particular. Por la ventana vemos a un grupo de alemanes desayunando. Quiero conocer los precios y el menú de este restaurante, y entramos.
Los alemanes están en número de cuatro. Son turistas. Ocupan una sola mesa. No hay más clientes. Yeva y yo tomamos, junto a la puerta de entrada, una mesa y preguntamos qué se toma allí como desayuno. Té, chocolate, café, mantequilla y una gran variedad de pan y bizcochos. Tomamos té con un pastel. En todos los restaurantes de cooperativas rige el siguiente mecanismo para el consumo: se compra en la caja una ficha, en la que está marcado el alimento que se va a tomar y su precio. Esta ficha se entrega al compañero o compañera que nos sirve. En los restaurantes particulares o de nepmans se nos dice el menú, pedimos sin saber los precios y luego pagamos. Se nos cobra, naturalmente, lo que quiere el restaurante. Es el mismo sistema de muchos de nuestros restaurantes. Los dos tés con dos pasteles nos cuestan aquí un rublo y diez kopeks, o sea dieciséis francos. En una cooperativa he pagado muchas veces por el mismo consumo cuarenta kopeks, o sea seis francos.
—¿Por qué cobra usted —le he preguntado al nepman de este restaurante— tan caros los consumos?
—Son los impuestos que a ello me obligan —me dice—. El Estado se lo lleva todo. Mi negocio se hace cada día más difícil. Acabaré por cerrar la casa.
El nepman pone en la cara una expresión de angustia. Viste de americana, pero pobremente.
—¿Muchos clientes tiene usted?
—Muy pocos. Hay días que no pasan de dos o cuatro. Mis clientes son, en general, extranjeros o kulaks de provincias que vienen a Moscú de paso.
Delante de la puerta de entrada hay un haraposo que pasa y repasa mirando ávidamente al interior. Lleva una mano metida dentro de la americana, a la altura del pecho, y su palidez es la de un hambriento o de un enfermo. Los alemanes se levantan y se van. Entonces el haraposo penetra de un salto y recoge, como un animal famélico, las migajas y desperdicios de la mesa. Algunos huesos se echa al bolsillo y vuelve a salir, lanzando miradas de loco y devorando a grandes bocados lo que encontró en la mesa.
—¡Espantoso! —le digo a la komsomolka.
—Son los sobrevivientes del régimen zarista —me dice Yeva —. Antes, esta misma escena se veía con frecuencia. Poco a poco estos mendigos van desapareciendo.
—Sin embargo, se me han acercado muchos a pedirme en los pocos días que llevo en Rusia. ¿Cómo me explica usted semejante plaga en una sociedad como el Soviet? Esto es realmente incomprensible.
El hambriento está junto a la puerta, triturando ruidosamente un hueso, como un perro. Advierto que no despega los ojos de la mesa donde estamos nosotros. Yeva no ha terminado su pastel. Este está casi entero. Las miradas del hambriento sobre el pastel son febriles y casi rabiosas. Nunca he visto ojos tan extraños en mi vida. Hay en la cara de este pobre una avidez agresiva, furiosa, demoníaca. A veces tengo la impresión de que va a saltar sobre nosotros y nos va a arrancar de un zarpazo un trozo de nuestras propias carnes. Se ve que tiene cólera. Se ve que nos odia con todas sus entrañas de hambriento. Inspira miedo, respeto y una misericordia infinita. ¡El apetito es, sin duda, una cosa horrorosa!
Pienso en los desocupados. Pienso en los cuarenta millones de hambrientos que el capitalismo ha arrojado de sus fábricas y de sus campos. ¡Quince millones de obreros parados y sus familias! ¿Qué va a ser de este ejército de pobres, sin precedente en la historia? Ciertamente, ha habido en otras épocas paros forzosos, pero nunca el mal ofreció proporciones, causas y caracteres semejantes. Hoy es un fenómeno simultáneo y universal, creciente y sin salida. Los remedios y paliativos que se ensayan son superficiales, vanos, inútiles. El mal reside en la estructura misma del sistema capitalista, en la dialéctica de la producción. El mal reside en los progresos inevitables de la técnica del trabajo, en la concurrencia y, en suma, en la sed insaciable de provecho de los patronos. ¡La plus-valía! He aquí el origen de los desocupados. Suprímase la plus-valía y todo el mundo tendrá trabajo. Pero ¿quién suprime la plus-valía? Suprimir el provecho del patrón equivaldría a destruir el sistema capitalista, es decir, a hacer la revolución proletaria.
Mas ya que esta supresión no vendrá jamás por acto espontáneo, por un suicidio del capitalismo, ella vendrá, tarde o temprano, por acción violenta de esos cuarenta millones de hambrientos y víctimas de los patronos. Porque el hambre puede mucho. El actual conflicto entre el capital y el trabajo será resuelto por el hambre social. La teoría de la revolución no ha hecho sino constatar la existencia y la tensión histórica de este hambre. La revolución no la hará, por eso, la doctrina, por muy brillante y maravillosa que ésta sea, sino el hambre. Y no podría ocurrir de otra manera. Una doctrina puede equivocarse. Lo que no se equivoca nunca es el apetito elemental, el hambre y la sed. De aquí que la revolución no es cuestión de opiniones ni de gustos ideológicos y morales. Es ella un hecho, planteado y determinado objetivamente por otros hechos igualmente objetivos y contra los que nada pueden las teorías en pro ni en contra. Según Marx, la historia la hacen los hombres, pero ella se realiza fuera de los hombres, independientemente de ellos.
El día en que la miseria de los desocupados se haya agravado y extendido más, descubriendo la impotencia definitiva de los gobiernos y de los patronos para remediarla y hacerla desaparecer, ese día brillará en los ojos de muchos millones de hambrientos una cólera y un odio mayores que los que brillan en los ojos de este hambriento de Moscú. El zarpazo de las masas sobre los pasteles de los ricos será entonces tremendo, apocalíptico.
Entretanto, despejemos ciertas incógnitas. ¿La revolución rusa no ha resuelto el problema de la mendicidad? ¿Cuál es el paso dado en este terreno por el Soviet? ¿La revolución mundial tendrá también sus mendigos, como tiene los suyos la burguesía? ¿Y la justicia social? Todas estas preguntas le hago a Yeva. La militante de la juventud comunista me dice:
—Las causas de la actual mendicidad en Rusia son las siguientes: el clero, la nobleza, la burguesía y el lumpen-proletariado. La mendicidad es, repito, una supervivencia de la sociedad zarista. El clero, desposeído por el Soviet de los bienes de la Iglesia, se ha quedado en la miseria. En estas condiciones, los popes deberían trabajar para subsistir y proletarizarse, como todo el mundo. Pero, lejos de eso, han resuelto seguir el camino de la mendicidad. Mendigan los propios popes en persona y obligan a los fieles a pedir para ellos. Dos cosas se proponen realizar con las limosnas: subvenir a sus necesidades diarias y personales y acumular de nuevo capitales para la Iglesia. Este último procedimiento tiene un carácter político, pues se opone a los preceptos económicos del Soviet y tiende a promover y provocar, a base religiosa, una reacción contra el régimen proletario. La mayoría de los mendigos son enviados a pedir por el clero y para el clero. Muchas veces son obreros o campesinos que ganan lo suficiente para subsistir y que sólo piden para los popes. De otro lado, hay muchos nobles y burgueses de la época zarista, caídos igualmente en la miseria, a causa de la expropiación de sus bienes por el Soviet. Estos tampoco quieren, someterse a la nueva estructura económica, trabajando y ganándose el pan con el sudor de sus frentes, como todos los demás. Un orgullo testarudo y mal entendido los mantiene aislados y «asqueados» del mundo de los trabajadores. Prefieren pedir, cosa que me parece mucho más humillante que trabajar codo a codo con sus enemigos de clase.
—¿A quién piden? ¿A los obreros?
—¡Ah, no! A los nepmans, a los kulaks, a los turistas, a los industriales extranjeros. Justamente ahora vamos a Smolensky. Ahí va usted a ver a algunos nobles en desgracia.
Smolensky es el Marché aux puces de París o el Rastro de Madrid. Después de la revolución, Smolensky se ha convertido en el mercado de los últimos cachivaches de los nobles.
Abandonamos el restaurante del nepman. El haraposo arrebata el pastel. Yeva se da cuenta de que voy a darle unos kopeks. Le pregunto:
—¿Debo darle una limosna? ¿Usted le daría una limosna?
—Yo no doy nunca limosna a nadie. La piedad está reñida con la revolución. La piedad está también reñida con el espíritu soviético. La piedad es invención de las clases explotadoras de todos los tiempos. En la sociedad socialista, a la piedad reemplaza la justicia. La piedad va siempre unida a la injusticia social. El filántropo y el caritativo lo son porque saben y tienen conciencia de que deben algo a los pobres y necesitados. Por doctrina y por táctica, nos repugna la caridad. Este hambriento es un vagabundo, un bohemio, un ocioso temperamental. Es joven y fuerte. Puede y debe trabajar. Si no lo hace, es un enfermo económico, y, por desgracia, hay enfermedades incurables y mortales.
Yeva es comunista, pero yo soy burgués. Le doy al vagabundo unos kopeks y tomamos el tranvía a Smolensky. La komsomolka me dice:
—Precisamente este mendigo es del lumpen-proletariado, palabra con la que Marx denominó a los jugadores, ebrios, vagabundos, ociosos, bohemios y otros elementos viciosos que odian por temperamento el orden y el trabajo. De estos mendigos existen también muchos en Rusia. Son, en general, jóvenes y adolescentes, hijos directos de las guerras civiles y de la primera época de la revolución. Proceden de la desorganización social, del caos de la familia, de la miseria y de la anarquía de aquellos momentos. Los niños vivían y crecían en la debacle moral más completa. El resultado es el que está usted viendo.
—¿Qué hace el Soviet con los diversos mendigos de que usted habla?
—Todos ellos son, como ve usted, orgánicos o lo son por motivos orgánicos, que para el caso es igual. El Soviet, sin embargo, trata de recogerlos, si son inválidos para el trabajo, y de darles trabajo, si están en condiciones de trabajar. Pero nada se puede ni con los unos ni con los otros. El pope, su agente, el noble, el burgués y el vagabundo aborrecen y huyen el trabajo y el hospicio. El Soviet ha tenido que apelar y sigue apelando a la fuerza, sin resultado.
—¿Entonces? ¿Quiere usted decir que el problema no tiene remedio?
—El problema lleva su remedio en sus propias entrañas. Como estos mendigos no lo son por falta de trabajo, sino por gana o actitud individual, subjetiva, íntima, orgánica, el fin de esta mendicidad no depende de condiciones sociales y económicas objetivas, sino de la moral personal y morbosa del mendigo. En este caso, la acción del Estado tiene que ser lenta, como la acción clínica para las enfermedades microbianas. A un tuberculoso no se le cura, ciertamente, operándole. El Soviet observa ante la mendicidad dos procedimientos: atraer al mendigo e incorporarlo al trabajo, y, en caso imposible, exacerbar su miseria para suprimir el mal por eliminación de la vida del mendigo. De año en año, los mendigos disminuyen rápidamente. Desaparecida esta generación derivada de la revolución y de las guerras civiles, no habrá más mendigos en Rusia, porque nuestra economía está de tal modo estructurada que no es posible el haragán, el pope, el noble ni el burgués. En el mundo proletario, el trabajo es y ha sido siempre disciplina orgánica. No tiene, usted, sino que notar que, aun en la sociedad capitalista, la totalidad de los mendigos son salidos de la aristocracia y de la burguesía. Raro es el pordiosero de origen proletario.
—Y con los agentes o enviados de los popes, ¿qué hace el Soviet?
—Comprobado el caso, el pope y el pordiosero son castigados severamente.