miércoles, 19 de diciembre de 2018

LOS HERALDOS NEGROS EDICIÓN CENTENARIO

Una agradable noticia para todos los amantes de la poesía vallejiana será la reaparición de Los heraldos negros, esta vez con motivo de sus cien años de concepción de libro en la imprenta de Souza Ferreira, allá por el año de 1918. Ahora en una edición que hará justicia a la importancia del libro dentro de nuestras letras, y que en méritos propios constituirá la redención que la industria editorial en general le debía a su más emblemático libro.
Editorial Trilobites se complace en presentar desde ya Los heraldos negros, 100 años Edición centenario. Por primera vez en el Perú en tapa hardcover, encuadernado, altos relieves en su portada, y con ambiguas ilustraciones que en mayor o menor hazaña obligan a repensar los poemas que muchos de nosotros ya conocemos.


Título: Los heraldos negros (Edición centenario)
Autor: César Vallejo
Encuadernación: Tapa dura
Medida: 20 X 13
Longitud: 118 páginas
Lengua: Español
Edición limitada


EL PAN NUESTRO

Para Alejandro Gamboa


Se bebe el desayuno... Húmeda tierra
de cementerio huele a sangre amada.
Ciudad de invierno... La mordaz cruzada
de una carreta que arrastrar parece
una emoción de ayuno encadenada!

Se quisiera tocar todas las puertas,
y preguntar por no sé quién; y luego
ver a los pobres, y, llorando quedos,
dar pedacitos de pan fresco a todos.
Y saquear a los ricos sus viñedos
con las dos manos santas
que a un golpe de luz
volaron desclavadas de la Cruz!

Pestaña matinal, no os levantéis!
¡El pan nuestro de cada día dánoslo,
Señor...!

Todos mis huesos son ajenos;
yo talvez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón... A dónde iré!

Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón...!


Desde Arequipa, Editorial Trilobites se inspira a sí misma para continuar brindando mejores experiencias al público lector peruano, ávido de conseguir singulares publicaciones como ésta que puede incluirse en cualquier biblioteca; y su catálogo debe seguir creciendo para el 2019 donde seguramente habrán más sorpresas.

Hasta pronto.











lunes, 12 de noviembre de 2018

EL POETA DEL APOCALIPSIS NOSTÁLGICO


Vallejo tiene en su poesía el pesimismo del indio. Su hesitación, su pregunta, su inquietud, se resuelven escépticamente en un “¡para qué!” En este pesimismo se encuentra siempre un fondo de piedad humana. No hay en él nada de satánico ni de morboso. Es el pesimismo de un ánima que sufre y expía “la pena de los hombres” como dice Pierre Hamp. Carece este pesimismo de todo origen literario. No traduce una romántica desesperanza de adolescente turbado por la voz de Leopardi o de Schopenhauer. Resume la experiencia filosófica, condensa la actitud espiritual de una raza, de un pueblo. No se le busque parentesco ni afinidad con el nihilismo o el escepticismo intelectualista de Occidente. El pesimismo de Vallejo, como el pesimismo del indio, no es un concepto sino un sentimiento. Tiene una vaga trama de fatalismo oriental que lo aproxima, más bien, al pesimismo cristiano y místico de los eslavos. Pero no se confunde nunca con esa neurastenia angustiada que conduce al suicidio a los lunáticos personajes de Andreiev y Arzibachev. Se podría decir que así como no es un concepto, tampoco es una neurosis.

Este pesimismo se presenta lleno de ternura y caridad. Y es que no lo engendra un egocentrismo, un narcisismo, desencantados y exasperados, como en casi todos los casos del ciclo romántico. Vallejo siente todo el dolor humano. Su pena no es personal. Su alma “está triste hasta la muerte” de la tristeza de todos los hombres. Y de la tristeza de Dios. Porque para el poeta no sólo existe la pena de los hombres. En estos versos nos habla de la pena de Dios:

Siento a Dios que camina tan en mí,
con la tarde y con el mar.
Con él nos vamos juntos. Anochece.
Con él anochecemos, Orfandad...

Pero yo siento a Dios. Y hasta parece
que él me dicta no sé qué buen color.
Como un hospitalario, es bueno y triste;
mustia un dulce desdén de enamorado:
debe dolerle mucho el corazón.

Oh, Dios mío, recién a ti me llego,
hoy que amo tanto en esta tarde; hoy
que en la falsa balanza de unos senos,
mido y lloro una frágil Creación.

Y tú, cuál llorarás… tú, enamorado
de tanto enorme seno girador…
Yo te consagro Dios, porque amas tanto;
porque jamás sonríes; porque siempre
debe dolerte mucho el corazón.

Otros versos de Vallejo niegan esta intuición de la divinidad. En “Los Dados Eternos” el poeta se dirige a Dios con amargura rencorosa. “Tú que estuviste siempre bien, no sientes nada de tu creación”. Pero el verdadero sentimiento del poeta, hecho siempre de piedad y de amor, no es éste. Cuando su lirismo, exento de toda coerción racionalista, fluye libre y generosamente, se expresa en versos como éstos, los primeros que hace diez años me revelaron el genio de Vallejo:

El suertero que grita “La de a mil”,
contiene no sé qué fondo de Dios.

Pasan todos los labios. El hastío
despunta en una arruga su yanó.
Pasa el suertero que atesora, acaso
nominal, como Dios,
entre panes tantálicos, humana
impotencia de amor.

Yo le miro al andrajo. Y él pudiera
darnos el corazón;
pero la suerte aquella que en sus manos
aporta, pregonando en alta voz,
como un pájaro cruel, irá a parar
adonde no lo sabe ni lo quiere
este bohemio Dios.

Y digo en este viernes tibio que anda
a cuestas bajo el sol:
¡por qué se habrá vestido de suertero
la voluntad de Dios!

“El poeta —escribe Orrego— habla individualmente, particulariza el lenguaje, pero piensa, siente y ama universalmente”. Este gran lírico, este gran subjetivo, se comporta como un intérprete del universo, de la humanidad. Nada recuerda en su poesía la queja egolátrica y narcisista del romanticismo. El romanticismo del siglo XIX fue esencialmente individualista; el romanticismo del novecientos es, en cambio, espontánea y lógicamente socialista, unanimista. Vallejo, desde este punto de vista, no sólo pertenece a su raza, pertenece también a su siglo, a su evo.
Es tanta su piedad humana que a veces se siente responsable de una parte del dolor de los hombres. Y entonces se acusa a sí mismo. Lo asalta el temor, la congoja de estar también él, robando a los demás:

Todos mis huesos son ajenos;
yo tal vez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara este café!
Yo soy un mal ladrón... A dónde iré!

Y en esta hora fría, en que la tierra
trasciende a polvo humano y es tan triste,
quisiera yo tocar todas las puertas,
y suplicar a no sé quién, perdón,
y hacerle pedacitos de pan fresco
aquí, en el horno de mi corazón...!

La poesía de Los Heraldos Negros es así siempre. El alma de Vallejo se da entera al sufrimiento de los pobres.

Arriero, vas fabulosamente vidriado de sudor.
La Hacienda Menocucho
cobra mil sinsabores diarios por la vida.

Este arte señala el nacimiento de una nueva sensibilidad. Es un arte nuevo, un arte rebelde, que rompe con la tradición cortesana de una literatura de bufones y lacayos. Este lenguaje es el de un poeta y un hombre. El gran poeta de Los Heraldos Negros y de Trilce ‒ese gran poeta que ha pasado ignorado y desconocido por las calles de Lima tan propicias y rendidas a los laureles de los juglares de feria‒ se presenta, en su arte, como un precursor del nuevo espíritu, de la nueva conciencia.
Vallejo, en su poesía, es siempre un alma ávida de infinito, sedienta de verdad. La creación en él es, al mismo tiempo, inefablemente dolorosa y exultante. Este artista no aspira sino a expresarse pura e inocentemente. Se despoja, por eso, de todo ornamento retórico, se desviste de toda vanidad literaria. Llega a la más austera, a la más humilde, a la más orgullosa sencillez en la forma. Es un místico de la pobreza que se descalza para que sus pies conozcan desnudos la dureza y la crueldad de su camino. He aquí lo que escribe a Antenor Orrego después de haber publicado Trilce: “El libro ha nacido en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística. ¡Dios sabe hasta dónde es cierta y verdadera mi libertad! ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!” Este es inconfundiblemente el acento de un verdadero creador, de un auténtico artista. La confesión de su sufrimiento es la mejor prueba de su grandeza.


De 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana, XIV, El Proceso de la Literatura (Lima, Perú: Amauta, 1928)



jueves, 6 de septiembre de 2018

ANTOLOGÍA POÉTICA DE MARIANO MELGAR

Editorial Trilobites ofrece al público su segunda publicación en lo que va del año. En esta ocasión se centra en el trabajo del poeta arequipeño Mariano Melgar, una selección de sus composiciones más emblemáticas. La editorial se ha ocupado en sustentar con una carátula artística y dibujos interiores la belleza de su vida y su obra.

Título: Antología poética
Autor: Mariano Melgar
Encuadernación: Tapa blanda
Medida: 20 X 13
Longitud: 168 páginas
Lengua: Español
Serie: Palestra Natal

El libro recupera, como las ediciones facsimilares hacen de la Ed. Nancy, la biografía de su hermano José Fabio Melgar Valdivieso, y algunas notas aclaratorias que siempre es bueno advertir.
Esperemos que este nuevo título sea del agrado del público lector, sobre todo del público arequipeño. Gracias por seguirnos.

LA CRISTALINA CORRIENTE

La cristalina corriente
De este caudaloso río,
Lleva ya de llanto mío
Más aguas que de su fuente.
Llega al mar, y es evidente,
Que el mar, con ser tan salado,
Lo recibe alborozado
Y aun rechazarlo procura,
Por no probar la amargura
Que mis lágrimas le han dado.



jueves, 30 de agosto de 2018

JUAN RULFO 100 AÑOS

Cumpliéndose cien años del nacimiento de este insigne escritor mexicano, famoso por los dos únicos libros que publicó en vida: Pedro Páramo y El llano en llamas; finalmente se ofrece en las librerías un precioso estuche conmemorativo de bandera, que recoge las obras antes mencionadas y además sus historias adaptadas al guión cinematográfico como es El gallo de oro. El estuche ha sido elaborado por la editorial RM, y distribuido en el Perú por Distribuidora de libros Los heraldos negros, el precio nacional es S/ 114.00 soles y están que se acaban.


Comparto con ustedes una pieza de culto dentro del reportorio cuentístico de Juan Rulfo.



No oyes ladrar a los perros

(De El Llano en llamas, 1953)


—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?


Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

MARIANO MELGAR ESTARÁ DEVUELTA

Una nueva publicación está a poco de circular en el ámbito literario e intelectual arequipeño, como en años anteriores ha venido sucediendo con este personaje emblemático de la ciudad de Arequipa. Así es, Editorial Trilobites lanzará en septiembre su segunda publicación; ahora es el turno de Mariano Melgar, el autor cuyas obras han sido seleccionadas con un modesto criterio para ser presentadas a los lectores de nuestro país constantemente ávidos de conocer la producción melgariana.

A SILVIA


Bien puede el mundo entero conjurarse
Contra mi dulce amor y mi ternura,
Y el odio infame y tiranía dura
De todo su rigor contra mí armarse.

Bien puede el tiempo rápido cebarse
En la gracia y primor de su hermosura,
Para que cual si fuese llama impura
Pueda el fuego de amor en mí acabarse.

Bien puede en fin la suerte vacilante,
Que eleva, abate, ensalza y atropella,
Alzarme o abatirme en un instante;

Que el mundo, al tiempo y a mi varia estrella,
Más fino cada vez y más constante,
Les diré: «Silvia es mía y yo soy de ella».




La editorial iniciará de este modo una serie (Palestra Natal) de libros con autores nacidos en Arequipa y de reputado nombre en la actualidad, así como lo fueron en el pasado: Sebastián Barranca, Juan Manuel Polar, Alberto Guillén, Jorge Polar, Juan Domingo de Zamácola y Jáuregui, Felissa Moscoso Chávez, María Nieves Bustamante, entre otros grandes que han nacido en suelo mistiano.



jueves, 15 de febrero de 2018

CÉSAR ATAHUALPA Y LA TORRE QUE NO SE OLVIDA

El poemario más buscado por sus seguidores, un libro editado en Argentina desde donde muy pocos arribaron al Perú, esta primera exhibición de talento poético titulada eminentemente como LA TORRE DE LAS PARADOJAS del escritor César Atahualpa Rodríguez, debe sin lugar a dudas volver a la luz.

EBRIEDAD

Ebrio de melodía y de pereza, largo
como un hombre del Greco quisiera ser; quisiera
que mis ojos en éxtasis no vieran para fuera
sino como las aguas, en un azul letargo.

Ser dueño de mí mismo en mí; más, sin embargo
poderme desdoblar sobre la vida entera
como algo que buscándose a sí propio se reitera
y se embebe de formas y evita el trago amargo

Ir silenciosamente por el mundo... Una alfombra
para no herir los pies; y sólo con mi sombra
tener diálogos locos de una lógica muda.

Casarme cierto día de andar, y soñoliento
al pie del obelisco de mi audaz pensamiento,
esperar a la muerte con la actitud de Buda.

El poeta estudio en la Universidad Mayor de San Marcos pero tuvo que regresar a Arequipa por problemas económicos. Sin embargo es aquí donde realiza su mayor labor de difusión cultural, ameniza eventos literarios, participa directamente en la edición de trabajos como "La anunciación", colaborando con Alberto Hidalgo y "El Aquelarre" una antología donde se exponían autores de su generación. Todo ello altercándolo con su trabajo de cuatro décadas en la Biblioteca Municipal. Sus principales obras son:
-La torre de las paradojas
-Poemas
-Sonatas en tono de silencio
-Los últimos versos
-Dios no nos quiere (Novela)


Ediciones de Nuestra América, Buenos Aires, 1926

EDITORIAL TRILOBITES PUBLICARÁ FÁBULAS QUECHUAS DE ADOLFO VIENRICH

Próximamente y pese a inconvenientes que nunca faltan en los grandes proyectos, está a puertas de ver la luz, esta vez a cargo de nuestro fondo editorial, una nueva edición de FÁBULAS QUECHUAS del maestro Adolfo Vienrich De la Canal, con la que inauguramos un basto catálogo cargado de promesas que con el apoyo de nuestros futuros lectores podrán hacerse realidad.


Título: Fábulas Quechuas
Autor: Adolfo Vienrich
Encuadernación: Tapa blanda
Medida: 13 X 20
Longitud: 80 páginas
Lengua: Bilingüe (quechua - castellano)
Serie: Folclórica

El libro con notas aclaratorias recoge apuntes biográficos, una introducción a las fábulas escritas por el propio Vienrich, 14 relatos de intención moralizante y 25 dibujos elaborados por el joven artista Bruno Lázaro, que desfilan a lo largo del libro. Una elegante edición que rememora, al 2017, ciento cincuenta años de nacimiento de este precursor del folclor peruano, y al 2018 se cumplen ciento diez años de su partida.